miércoles, 4 de junio de 2014

El devenir de un revolucionario en burgués

65 años. 22 álbumes editados. 2 hijas. 1 libro. 1 accidente cerebro vascular. Vaya a saber uno cuántas mujeres, artículos, dibujos y poemas. De signo acuario, hijo de un inspector de policía secreta y de una ama de casa. Parece un “prontuario” bastante complejo para una sola persona, pero todo esto e incluso más es Joaquín Sabina.

Joaquín Sabina siempre fue una incógnita, un signo de preguntas en el mundo del rock, un poeta que quiso ser cantante, un hombre que se rindió ante los vicios y que finalmente pudo ganarle a la muerte.




Son las 2 de la mañana y después de su último recital en Argentina se retira del Luna Park en un taxi. Prende un cigarrillo y mira por la ventanilla, disfrutando Buenos Aires, esa ciudad que lo atrae y lo repele al mismo tiempo. En más de una ocasión dijo que viviría en Buenos Aires si no fuera por los admiradores efusivos. Ese ser argentino que los hace fanáticos, esa demostración ferviente de afecto a los ídolos, es lo que más llama la atención y lo que más distancia.

Recién termina el show, después de dos horas y más de 20 canciones la voz ya no le da más. Los años no vienen solos, la voz de terciopelo que supo tener en los primeros años ya se ha transformado en voz de lija. Esa voz rasposa, que hasta casi transmite dolor, es el resultado de años vividos al margen de lo permitido.

Años anteriores se hubiese dirigido a un bar, posiblemente a “Clásica&moderna” para acostarse horas más tarde con el sol ya puesto. Pero Joaquín Sabina no es el mismo, ya pasaron los tiempos de vicios y excesos de los cuales bien supo ser abanderado. Como declaró para una revista española a principios de enero: “Hace tiempo que soy un burgués”.

Jimena Coronado, la fotógrafa peruana, que desde 1999 es su mujer lo espera en el hotel. Ha sabido acompañarlo en los momentos más difíciles, y atrapar a quien nunca se dejó atrapar, a quien podía enloquecer por una mujer y dejarla al instante siguiente. En el último álbum como solista, Vinagre y rosas, Sabina le dedica la canción Rosa de Lima: “Jimena es una mina antipersonal, se acuerda de quererme cada dos años mientras yo me las apaño para olvidar.”. Contra todo pronóstico, el oriundo de Úbeda ha conseguido una cierta estabilidad sentimental al lado de la fotógrafa que ha estado en dos de los momentos más duros de su vida: la isquemia cerebral y la depresión que lo mantuvo dos años alejado de los escenarios y que lo ha entendido "como nadie" y ha sabido darle su sitio. Ahora, y aunque ambos saben que entre ellos se ha acabado "la pasión devastadora", han encontrado un modo de estar en el mundo. Incluso, él presume de serle "fiel y leal", algo que no había conseguido nunca como describe en el magistral tema Y sin embargo.

Siempre tuvo una relación conflictiva con las mujeres, relaciones apasionadas y fugaces. No han faltado, ni faltarán, oportunidades en que Joaquín Sabina, le cante a las mujeres, sus grandes musas inspiradoras.

Su primera mujer, y también primer y última esposa fue argentina con quien se casó sólo para poder dormir fuera del cuartel mientras hacía la milicia. “Era un hippie total y me quería suicidar por tener que ir al ejército. Entonces me enteré de una fórmula: si te casabas, podías ir a dormir fuera del cuartel todas las noches. Inmediatamente llamé a todas las chicas que conocía. Y ella fue la única que me dijo que sí. El matrimonio duró lo que duró la milicia: muy poquito”, confesó Sabina, quien se casó por primera y única vez el 18 de febrero de 1977 con Lucía Inés Correa Martinez.

Por su parte Isabel Oliart es la única que lo ha convertido en padre ya que con ella tuvo a Carmela y Rocío. Él considera que ha sido una de las mujeres más importantes de su vida en la medida que es la madre de sus hijas. Lo cierto es que, a pesar de sus diferencias -es hija de Alberto Oliart, ex ministro del gobierno de UCD-, él siempre ha mantenido que "de haber sido una elección premeditada, nunca habría podido escoger una madre mejor".

Años después coincidiendo con la grabación del disco Enemigos Íntimos (1998), Joaquín inició una relación sentimental con Paula Seminara, una bonaerense de veinte años. Ni la diferencia de edad ni la diferencia de status fueron un problema para ellos, sin embargo, si lo fue la distancia. Cuando iniciaron su relación, él estaba instalado en Buenos Aires pero al finalizar el disco, volvió a Madrid. Según explicó ella posteriormente, se "sentía sola" y acabó enamorándose de un chico que conoció en la cantera de Boca, su equipo favorito. De hecho, esta historia está totalmente reflejada en la canción Dieguitos y Mafaldas de la que la chica declaró:"Es todo verdad, lo de los lunares, lo del boca...todo". Un año después conoció a Jimena, con quien aún comparte sus días y le brindó la estabilidad que le faltaba.

El taxi sigue avanzando por la ciudad, recorre calles porteñas que lo vieron en sus mejores (o peores) épocas, él sólo sigue mira por la ventanilla. Vaya a saber uno en qué piensa. Todo cambió el día que el rey de la noche dejó de frecuentar bares, de salir a la calle. El día que Joaquín Sabina pensó que se moría.

En el año 2001 sufrió un accidente cerebro vascular al que logró sobrevivir, pero tuvo que llevar consigo las consecuencias físicas (casi queda paralítico) pero por sobre todo las consecuencias espirituales. Tuvo que retirarse de los escenarios por una gran depresión en la que estuvo inmerso. “La nube negra” le llama él, un antes y un después en su vida y en su carrera.

Sin embargo, y por el contrario de lo que todos creen, Sabina había dejado la cocaína varios meses antes de su problema de salud.

“Lo hice de la noche a la mañana. No puedo dar ejemplo a nadie porque a mí no me costó nada dejar la droga. Sí me costaría –y mucho– dejar el tabaco y el alcohol. A mí me ha dicho Maradona que él va a ser adicto toda la vida y que es una guerra diaria espantosa, a lo mejor es que yo no lo era tanto, porque yo le pregunto a Maradona: “¿Pero qué tomabas?”. ¡Y me ha dicho unas barbaridades! Creía que yo era muy adicto, pero sólo me tomaba dos o tres rayas. Estos se tomaban dos o tres gramos. Y, además, yo empecé con los treinta muy cumplidos y hay gente que empezó a los 18 ó 19. Yo era más de la cultura de la droga que de la droga en sí”

Infinitas son las partes de este complejo rompecabezas que resulta Joaquín Sabina. Aquel niño ensimismado en su música, hijo de un policía, que vivía en un pequeño pueblo español. Aquel niño con granos que odiaba los espejos y años más tarde llegó a posar desnudo en la tapa de un famoso diario. Aquel que un día se tomó un tren para no volver nunca más, para descubrir a qué sabían los aplausos, las luces y los besos. Aquel que sólo era Joaquín Ramón Martínez y terminó siendo Sabina.

Vivió huyendo, escapando de todo lo que lo ataba a lugares en los que creía que no debía estar. El secreto para que no lo atrapen fue el cada vez más raro arte de la rima perfecta, de que la métrica de los versos se respete y, así, respetar a ese socio que es el idioma. Siempre fue un irrespetuoso de las normas, pero un leal servidor de las letras. “Como no puedo decir que tengo una nariz clásica, me he preocupado por poder decir: sé rimar”

Quizás la clave en todo el misterio que representa es su tormentosa relación con el padre, quien aparece indirectamente en muchísimas canciones. Ese militar recto que lo empujó a la rebeldía extrema, a la izquierda. Posiblemente Sabina, antes de rebelarse por ideología se rebeló por mera rebelión a la figura paterna. “Mi primer papá se llamaba papa-movil”, “El marido de mi madre en el último tren se largó con una peluquera veinte años menor”, entre otras frases de sus canciones que recrean en parte esa relación.

Sin querer repetir la historia de su padre, pero repitiéndola en parte, crió a sus dos hijas Carmela y Rocío. Carmela, reconoce que su padre no fue un padre presente en su niñez. Incluso comenta que cuando eran niñas cuando veían pasar un avión, lo saludaban “porque ahí estaba papá”. Sabina no es el prototipo de padre ni mucho menos, sin embargo a medida que sus hijas crecieron comenzó a acompañarlas más y a disfrutar de los momentos compartidos. Probablemente no sea un padre ideal para dos niñas, pero si puede ser un buen padre para dos jóvenes adentrándose en los misterios y delicias de la vida.



Pasadas las tres de la madrugada llegan al hotel donde en la habitación 308 lo aguarda Jimena. No se hablan, sólo se saludan. Ella lee y él se sienta a su lado en el sillón. No necesitan más. Se prende un cigarrillo y por supuesto se toma un whisky, no es fácil sacarle las mañanas a un trasnochador, no es tan fácil pasar de ser un revolucionario a ser un burgués.

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